Lo que no significa que no hayas tenido una semana (o tres días) más que completita, aunque tus horas delante de la pizarra hayan sido mínimas. Si tu experiencia ha sido parecida a la mía, probablemente te haya tocado ya tu primera sustitución con un grupo que no conoces, limpiar algún moco, calmar alguna lágrima y el primer encontronazo con un padre o madre que quiere que su hijo se quede al comedor según a él/ella le convenga, como quien pide mesa en un restaurante (por poner un ejemplo de antojos, vaya). Puede que, como yo, ya hayas desatascado la fotocopiadora un par de veces, hayas aprendido cómo imprimir desde el ordenador con el programa nuevo, te hayas intentado apuntar a un curso sin éxito porque la aplicación informática está saturada y te hayan cambiado el horario de clase tres veces (y todas las habías pasado a limpio, con colores distintos para cada clase, cada hora... monísimo). Quizás te haya tocado también barrer una clase llena de bichos o pasar el rodillo con pintura fresca por unas paredes demasiado manoseadas, o mover muebles a pulso de un lado a otro del pasillo (y es que el bedel, pobre, no llega a todo) mientras los niños revolotean a tu alrededor y tratan de contarte algo sobre sus vacaciones.
Tranquila. Tranquilo. Es normal. Se llama "comienzo de curso", de apellido "jornada continua", y vuelve loco y loca a las mayores profesionales. Tú piensa en las tardes de verano que aún te quedan en las que no tienes que llevarte a casa nada para corregir, y disfruta, porque se acabará pronto. El otoño llegará antes de lo que esperas; refrescará, lloverá, pero a ti no te importará, porque no podrás salir de casa hasta terminar de corregir las veinte redacciones que te has traído de deberes.
El curso ha empezado. Tu vida como la has conocido en julio y agosto ha llegado a su final. Bienvenida a la normalidad. Bienvenido a septiembre.
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