miércoles, 5 de octubre de 2016

¡Qué felicidad!


Siguiendo con la temática de "hoy en día cualquiera cree saber más que los profesionales", hoy toca hablar de las familias que se creen  más que nadie y que lo saben todo. Estos días tenemos las reuniones de clase en el centro y estamos viendo padres, madres, abuelos/as y guardianes en general de lo más curioso. Los hay de todos los tipos, pero los que más gracia me hacen son los hippies. Que parece que es una moda que se acabó en los setenta, pero no, todavía los hay. Algunos se disfrazan de rockeros, otros de punky, otros hasta de pijos, pero son hippies. Que no os engañen.

¿Y qué nos dicen las familias hippies? Bueno, pues esta en cuestión nos ha venido a decir que su hija tiene que venir a la escuela a ser feliz. Que no puede sentirse frustrada, que tiene que disfrutar cada hora, que la escuela tiene que fabricar niños felices. También nos ha dicho que esta es una mierda de escuela y que su hija destaca en la clase porque es de lo mejorcito que hay y el resto de los alumnos/as son una mierda, pero eso ya si tal lo dejo para otro momento, que de ese tipo tenemos varias y me sirven para hacer un post aparte. Volvamos al tema de la felicidad.

Sí, lo de que los niños tienen que ser felices en la escuela se ha puesto de moda gracias, entre otras cosas, a ese maestro cuyo nombre no quiero pronunciar que va de adalid de la infancia escribiendo libros sobre lo maravilloso que es él y lo bien que lo hace todo (pero ha salido del aula y se dedica a dar charlas y a escribir libros, no vaya a ser que alguien quiera ir a observarlo y le pille en un mal día, digo yo). Ahora resulta que llamarle la atención a un niño o a una niña u "obligarles" a hacer algo que no quieren es frustrarles, y la frustración (parece ser) es la cuna de la infelicidad. Ellos tienen que poder venir al colegio y hacer lo que les dé la santa gana, como hacen en casa, o más, y luego ya lo de aprender a pensar, aprender a aprender, los procesos de comprensión y todo eso, ya si tal, para otro rato. Esta familia en cuestión es de las que permite que la cría se quede en casa cuando a ella le apetece argumentando enfermedades fantasma que nunca trata un médico y viene cada dos por tres a hablar con la profesora sobre emociones, sentimientos y demás. Por suerte, la niña es lista y no se está resintiendo de tanta falta de asistencia, pero como os podéis imaginar sus queridos progenitores son lo más querido de la escuela. Sobre todo de la tutora.

Lo que yo me muero por decirle a este tipo de familia, y lo haría si tuviera más mano izquierda, es que LOS NIÑOS Y NIÑAS NO VIENEN A LA ESCUELA A SER FELICES, TIENEN QUE VENIR FELICES DE CASA. Más de una vez y más de dos nos ha venido un crío o cría a decirnos que no quiere ir a casa, que allí se aburre, o tiene que cuidar a sus hermanos, o tiene que aguantar broncas entre sus padres, o está solo/a y tiene que apañárselas como buenamente puede. Niños y niñas que no tienen ninguna estructura en casa (no hablo de familias monoparentales, divorciadas ni el largo etcétera a las que siempre culpamos de todo, sino de estructura, normas, una mínima disciplina) agradecen como agua de mayo que les des una coordenadas por las que moverse, unas reglas que se lean más como un manual de instrucciones que como un castigo. Hemos pasado de no poder movernos en clase, no poder hablar sin levantar la mano, no poder participar ni dar nuestra opinión, a que los profesores y profesoras tengan manos y pies atados porque en cuanto le llaman la atención a un niño o niña te viene la madre o el padre a protestar. "Mi hija ayer no fue feliz contigo". Créeme, yo ahora mismo tampoco lo soy. La vida es así, hemos nacido para sufrir (no).

El bienestar de los niños y niñas es primordial, fuera y dentro del aula. Todos los estudios demuestran que se aprende más a través de conexiones personales con los compañeros y compañeras y con el profesorado que con el libro de texto o métodos impersonales. Nunca un robot podrá sustituir el cariño que le pone un docente al explicar algo (y la mala leche tampoco, es verdad). Tenemos que buscar metodologías que fomenten la creatividad, la toma de decisiones, la autoevaluación y la autonomía, sí, pero todo dentro de un orden y una estructura. Una escuela es un reflejo en pequeño de la sociedad que nos rodea, y una de sus funciones es la de dar a nuestros niños y niñas unas normas dentro de las cuales moverse y funcionar. Ahí fuera hay leyes, y a veces no nos hacen felices, pero aprendemos a sortearlas y manejarnos dentro de ellas. ¿Más teatro, más música, más plástica? Sí, sí, sí. ¿Más proyectos, más trabajo en grupo, más tecnología? Sí, sí, sí. Pero dentro de un orden. La felicidad también se obtiene por haber conseguido un reto, por haber logrado mejorar y alcanzado un objetivo. Debemos ponernos de acuerdo, escuela y familias, para entender qué es lo que realmente hace feliz a nuestros niños y niñas, porque sin esa unión el trabajo de ambos es inútil. Y bastante ocupadas/os estamos ya para andarnos con tonterías.

viernes, 30 de septiembre de 2016

Modas que vienen y van; como las olas, como los deberes


El curso nuevo ha empezado y todas nos hemos enterado (permitidme la rima tonta, no he podido resistirme), pero algunas hemos estado tan liadas que no hemos podido dar a este espacio la atención que merece y aquí me tenéis, a treinta de septiembre, diciéndoos que he vuelto a trabajar hace un mes y que ya necesito vacaciones (no me apedreéis, haced el favor). Como todos los años por estas fechas, un montón de expertos que nunca han pisado un aula ni han leído un libro de pedagogía andan removiendo las esquinas, que diría un vasco, con nuevas quejas y exigencias que a veces tienen sentido y otras muchas, no. Le tocó el turno a la educación emocional (todavía andamos a vueltas con ello, pero ya menos), a las inteligencias múltiples, a la educación centrada en el alumno/a. Este año los "expertos" en educación la han tomado con los deberes. Como si esto fuera nuevo y nadie hubiera pensado en ello antes, ahora lo "cool" es decir que los deberes no molan, que los deberes caca.

Será que yo soy muy vieja, o que fui a una escuela muy moderna, o que, quizás, esto de la educación sufre de modas, como todo lo demás, pero yo no tenía deberes cuando estudiaba EGB. Es cierto que fui a una escuela privada, una cooperativa de padres, para más señas (aunque yo no lo supe hasta que me tocó hacer las prácticas de magisterio en la escuela y empezaron a hablar de que "ahora que somos una escuela pública"... Yo, defensora a muerte de la educación pública, me voy a enterar de que soy hija de la privada a los 18), pero creo que mi escuela no era ni más ni menos pija o moderna que las que me rodeaban. Por aquel entonces, la moda era no mandar deberes a casa más allá de terminar lo que no nos daba tiempo a terminar en clase. Yo, que era muy currante, nunca llevaba nada a casa, y mi madre echaba pestes por la boca porque le parecía que estaba perdiendo el tiempo, que con las capacidades que yo tenía podía adelantar trabajo en casa. La andereño (léase "seño") dejó caer en una reunión con ellos que tenía ciertos problemas con las matemáticas, y todavía recuerdo el cuaderno tamaño DIN A4 que mi padre rellenó con multiplicaciones y divisiones (pesadillas tengo aún, os lo juro). Aparte de eso, mi madre me obligaba a contarle lo que había hecho en clase y repasar la tarea de sociales con ella, leía todos los días, veía programas infantiles en la tele (y no el Sálvame ni el Gran Hermano que la chiquillería ve hoy en día) y tenía como cuatro o cinco cuadernos llenos de cuentos, porque ya entonces me encantaba escribir. Mi hermano, cinco años menor que yo, ya trajo deberes a casa. ¿Qué cambió, la filosofía de la escuela? No: las familias pidieron deberes. Tenían la sensación de que perdíamos el tiempo, igual que mi madre.

Volvamos al presente. Víspera de un puente cualquiera, salen los niños y niñas del colegio. La madre recoge al churumbel en la puerta de la escuela y le pregunta qué tiene para hacer el fin de semana. "Solo nos han dado una hoja de ejercicios", contesta el chaval. "¿Solo eso para cuatro días? ¿Y qué vas a hacer todo el fin de semana?" Ganas me dieron de meterme por medio y decirle a la señora que lo sacara a jugar al parque, o fueran a un museo, o al parque de Salburua a ver los ciervos. La cosa es que no hay manera de acertar: a veces por poco, otras por demasiado.

Veinte años llevo yo en esto y he pasado de un extremo a otro. He sido de las de poner deberes hasta hartar, hasta que me di cuenta de que los deberes hay que corregirlos o si no, no valen para nada. Ningún padre se quejó cuando hacía esto, y menos aún mis alumnos y alumnas, pero ahora echo la vista atrás y me doy cuenta de lo bruta que era. Yo no me llevo trabajo a casa el fin de semana, a no ser que se llame trabajo a buscar alguna manualidad que hacer en Pinterest. ¿Por qué, entonces, no voy a dejar que disfruten de su tiempo libre las fierecillas? ¿De verdad es necesario hacerles repasar todos los días festivos? Hay estudios que prueban que la mente necesita un descanso para hacer conexiones; la gente tiene tendencia a resolver mejor un problema después de echar una cabezada, por ejemplo, y dicen que lo mejor cuando algo te obsesiona y no te sale es dejar de pensar en ello. Pero a nuestros alumnos y alumnas les mandamos sumas, restas, ejercicios de comprensión lectora, gramática inglesa... sin fijarnos siquiera en que, normalmente, quien hace bien los deberes es quien no necesita repaso, y aquel o aquella que los trae sin hacer o mal hechos no tiene ayuda en casa y no puede hacerlo solo/a. No necesita deberes, necesita una persona que le ayude.

Lo que no quita para que, de vez en cuando y con razones pedagógicas que me respaldan, mande alguna cosilla para hacer en casa. Las redacciones, por ejemplo, se hacen mejor en soledad. Después de trabajarlas en clase, de dar varios ejemplos, de hacer una juntos, es hora de que cada alumno/a trabaje en su casa con todo el tiempo del mundo y todos los apoyos a su disposición. "Llevaos el libro, usad diccionario, preguntad en casa, haced lo que podáis". Pero tomaos vuestro tiempo y no tengáis la presión del compañero/a listillo/a de clase que termina en cinco minutos y todo lo hace bien y te hace sentir gilipollas. O los ruidos, las distracciones, ese que prefiere jugar con las pinturas a hacer lo que le han mandado, la megafonía o los ruidos de la clase de al lado. A veces las cosas se hacen mejor en casa, sí. Y a veces los niños y niñas necesitan repasar. A veces viene bien trabajar un poco más, ya sea leyéndolo en el libro o yendo al museo de ciencias, porque en cinco horas al día que están en la escuela no podemos hacer milagros. Y a veces, sí, a veces, nos pasamos. Y otras nos dicen que nos quedamos cortos.

Conclusión: los deberes no son malos de por sí, y tampoco son buenos porque sí. Hay que buscar el término medio, conocer al alumnado y, quizás, individualizar la tarea. Pero las familias harían bien en no quitar autoridad a los maestros y, si los deberes suponen un problema, hablar con la escuela directamente y tener una charla la mar de educativa para ambas partes. De verdad os digo que tener hijos/as no os convierte en pedagogos, por más que, estoy segura, seáis padres/madres maravillosos/as. Y creedme: no hay cosa más tediosa que corregir deberes. Quien los manda lo hace convencido/a de que son por su bien. Nadie es tan masoca.

miércoles, 11 de mayo de 2016

A vueltas con la evaluación

Creo que ya lo he dicho antes en este blog: la evaluación de los conocimientos es mi talón de Aquiles. No sé hacerlo bien, no me fío de mi percepción de los alumnos, y siempre termino poniéndoles un examen escrito que, la mayoría de las veces, me evalúa a mí más que a mis alumnos y alumnas. Por no hablar de lo horroroso que supone corregir setenta exámenes a la vez, lo atrasada que me quedo siempre y lo inútil que es darles una nota del tema anterior cuando ya hemos dejado de hablar de ello. ¿Cómo repasas los puntos débiles que ves que no han quedado claros si ya estás a otra cosa? Un desastre, vamos.

Pero no sé hacerlo de otra manera. Necesito una herramienta que me sirva para juzgarles, por duro que suene eso. Siendo una asignatura de evaluación continua como es el inglés, quizás debería bastarme con corregir los libros de ejercicios (pero los hacen en grupo, con lo que no sé, en realidad, cuánto saben ellos), o hacer presentaciones orales (que las hacemos, sí, pero poco a poco), o juzgarles por lo que participan en clase (sí, muy bien, pero ¿y los que nunca levantan la mano?). En primer ciclo no hago exámenes escritos y me dejo llevar por las rutinas de clase. Tengo una idea muy clara de qué niños y niñas lo entienden todo y quienes no entienden absolutamente nada, pero luego hay una gama muy grande de niños y niñas que están en el medio. Quizás comprendan el lenguaje de todos los días pero no son capaces de producir, o puede que parezca que entiendan pero en realidad son muy buenos y buenas imitando a su vecino/a. En un segundo de primaria no voy a hacer exámenes escritos (algunos están aprendiendo a leer en tres lenguas a la vez, no voy a llegar yo a liarles con el inglés), pero sí es cierto que la mayoría de mis notas en primero y segundo están basadas en la actitud en clase. ¿Es eso bastante? Yo creo que no. Pero no sé evaluar.

Corrigiendo los exámenes esta mañana, me he dado cuenta de que mi fuerte es el lenguaje oral y la comprensión (ya sea oral o escrita). La gran mayoría de mis alumnos/as han hecho bien las actividades de listening y de comprensión lectora, pero han fallado cuando les ha llegado el turno de producir lenguaje propio. Como herramienta de evaluación de mi trabajo, me es muy útil, pero la verdad, como herramienta de evaluación de los peques, una porquería. Ya han aprendido a hacer exámenes. Si no tienes ni idea y hay preguntas de "true or false", contesta a todo "false" y alguna acertarás. Así ha sido toda la vida.

Meta para el curso que empezará en septiembre: mejorar mi sistema de evaluación. Anda que no me queda trabajo por hacer.

martes, 3 de mayo de 2016

Recursos. Guía para usar VOKI en el aula

Aquí os dejo una guía que acabo de subir a SlideShare para usar Voki en el aula de lenguas. Aunque yo lo he hecho con la intención de usarlo en inglés, la versatilidad de esta herramienta os puede venir bien para usarla en cualquiera de las lenguas cooficiales del estado.

Para poder descargaros la guía tenéis que tener cuenta de SlideShare. Creedme que os será útil, en esta página podéis encontrar cientos de recursos que os vendrán muy bien.

Disfrutadla.



jueves, 24 de marzo de 2016

Ganchillo en la clase de inglés. ¿En serio?

                                                                                        

El otro día les dije a los alumnos y alumnas de quinto que había una voluntaria que quería darnos clase de punto y ganchillo en inglés. Yo le dije que sí inmediatamente, porque me encanta este hobby, pero pensé que sería buena idea preguntarle a la clase, no fuera a ser que me mandaran a tomar vientos. Como soy muy tramposa, les enseñé fotos de animales hechos a ganchillo, llaveros, fundas de móvil, mil cosas que no tenían nada que ver con el típico tapete de ganchillo y que no van a ser capaces de hacer en un par de clases, pero eso ellos y ellas no lo saben. Tanto los chicos como las chicas me dieron un sí rotundo a la idea y el trimestre que viene empezamos con los talleres.

En quinto hay una niña que acaba de llegar de Costa de Marfil pasando por Francia. Su escolarización ha sido pésima y no sabe leer en ningún idioma, mucho menos hablar castellano o euskera, pero su actitud hacia la escuela es estupenda e intenta participar en todo lo que puede, y ya va aprendiendo los dos idiomas a una velocidad que ya me gustaría a mí tener con el alemán. Cuando les enseñé las fotos en la pizarra digital, se le encendió la cara, pero no me dijo nada. Al día siguiente me trajo los trabajos que veis en la foto, perfectos círculos de ganchillo, más unas agujas de punto en las que se está haciendo un bolso pequeño. Toda la clase admiró su trabajo y se preguntó si ellos serían capaces de hacer algo así. Ella tenía una sonrisa en la boca que no se le quitó en toda la mañana. Los niños empezaron a traerme cosas hechas en punto (una funda de móvil de los Minions, una pequeña bolsita que ha empezado a hacer una cría, un llavero...). Todos están emocionados con la tarea.

No lo hice a propósito, no tenía ni idea de que les fuera a gustar, y sobre todo no sabía que la niña en cuestión fuera ya una experta en el tema. Pero me sirvió para recordar lo que siempre decimos, que cuando hay una conexión con lo que se aprende, el aprendizaje va mucho más rápido. El objetivo de las clases de punto y ganchillo no va a ser hacerse un bolso o un chaleco, sino utilizar el idioma de forma comunicativa en lugar de pasarnos la hora haciendo ejercicios de frases comparativas. Pero no está de más que les guste el medio de aprendizaje, y no está de más que, para variar, la niña nueva esté en el grupo de los avanzados o pueda servir de ayuda a la profesora para ayudar a sus compañeros. El resto de las horas seguro que las olvida, pero dudo que olvide cómo se sintió en clase cuando la protagonista fue ella.

lunes, 21 de marzo de 2016

Evaluar: cómo, cuándo y por qué

Que la evaluación es parte del proceso educativo está más que claro. Dudo que haya algún docente, director/a o ministro/a de educación, aquí o en cualquier otro país, que defienda la idea de dejar la evaluación de lado y dar clase sin importar los resultados. El problema llega cuando nos planteamos la evaluación como un juicio o una forma de comparar a nuestros alumnos y alumnas, o cuando utilizamos exámenes escritos de dudosa valía para poner notas que, aunque en la mayoría de los casos (en primaria) no van a tener ninguna repercusión administrativa, sí van a afectar a la autoestima e incluso el rendimiento del objeto de evaluación, o sea, el niño o niña.

Con la última reforma educativa (me estoy refiriendo a la LOE, no la LOMCE), se introdujo en educación el concepto de "competencias". Ya no importa tanto el aprendizaje memorístico, sino que lo que nos es realmente válido es el proceso por el que el alumno o alumna llega al aprendizaje. Hablamos, por ejemplo, de la competencia lingüística, que es fundamental para comprender un texto o ser capaz de expresarse y que afecta a más áreas aparte de las lenguas (conocimiento del medio, por ejemplo); la competencia digital, que es aplicable a todas las asignaturas, y no tiene sentido medirla o evaluarla con un examen tipo test; la competencia matemática, que se desarrolla sobre todo en el área de matemáticas pero va más allá. Ahora ya no es cuestión de aprenderse la lección, sino de "saber hacer". ¿Por qué, entonces, seguimos poniéndoles papel y lápiz delante y pidiéndoles que rellenen un examen de respuestas múltiples? ¿No sería mucho más eficaz darles un problema (una especie de gincana académica) y ver cómo lo resuelven? ¿Por qué seguimos trabajando por áreas cuando sabemos que todo el conocimiento está unificado? (Sé que esto último no está ni estará nunca en manos del profesorado de la pública, pero es una reflexión que me llevo haciendo desde hace tiempo.)

Hace dos semanas tuve el placer de asistir a una sesión sobre evaluación que organizó el Berritzegune de Vitoria con Neus Figueras, una experta en el tema. Algunas de las cosas que dijo son cosas que todos conocemos, como que la clase de inglés tiene que tener un enfoque comunicativo, y por tanto su evaluación también; pero cuando llegó el momento de hablar de cómo evaluar, por ejemplo, el lenguaje oral, muchas bajamos la vista. Nos puso como ejemplo algo que yo he hecho este año, y me ha servido poco menos que para nada: se le da un dibujo o una foto al alumno/a y se le pide que lo describa. Supuestamente, la foto o dibujo en cuestión es idónea para evaluar el lenguaje que hemos trabajado en clase. Yo lo hice con "there are / there is": There are two men painting; there is a girl reading;... Neus nos lo dijo claramente: esto no es lenguaje comunicativo. No está transmitiendo una información al oyente (¿hay oyente?, porque no sé hasta qué punto el profesor es oyente, es solo evaluador), no se está usando todo el lenguaje que saben, no hay objetivo más allá de aprobar. Cuánto mejor sería crear un teatro, o un juego de rol, o una presentación, que es lo que he hecho este último trimestre y me ha dado resultados fantásticos.

Es fácil encontrar en la red ejemplos de escuelas que han dejado de lado los exámenes y han comenzado a evaluar a sus alumnos y alumnas de otras formas, ya sea por proyectos o por trabajos en grupos. Los que han llevado a cabo estos "experimentos" defienden que los resultados académicos no solo se han mantenido, sino que en muchos casos han mejorado comparados a los que se daban con los exámenes tradicionales. ¿Por qué, entonces, no lo hacemos todos y todas? ¿Por qué seguimos haciéndoles estudiar para el examen, por qué tienen que prepararse la lección? La respuesta es sencilla: porque es muy fácil. El libro de texto trae consigo los exámenes, solo tenemos que fotocopiarlos y seguir la guía para corregirlos. No hay que pensar, no hay que preparar nada nuevo. Pero a veces esos exámenes no están bien planteados, o no sirven para nuestra clase. Debemos modelarlos a nuestras necesidades, a nuestra metodología. Hablo del área de inglés porque es mi mundo, pero la verdad es que esta reflexión vale para cualquier otra área. En lugar de hacer un examen de historia, ¿no sería mejor hacer un power point sobre todo lo aprendido? ¿Cuántas competencias estaríamos trabajando de esa forma? En la era en la que todo el conocimiento está a un clic, ¿de qué sirve aprenderse la lista de los reyes godos?

Muchas vueltas que dar, mucho que reflexionar. La escuela avanza lentamente, pero avanza; espero que las nuevas generaciones vengan con ganas de remover conciencias y cambiar modas que ya no tienen sentido. Tiempo al tiempo.

lunes, 22 de febrero de 2016

Nuevos retos


En septiembre de este año hará veinte años que terminé la carrera de magisterio. Teniendo en cuenta que me puse a trabajar inmediatamente, eso significa que llevo la friolera de dos décadas dando clase, aparte de los pinitos que hice en clases particulares o en mis (desastrosos) intentos de ser profesora de cerámica. En toda mi vida laboral no he hecho otra cosa que dar clase; he trabajado en dos países distintos, en tres idiomas diferentes, en todos los cursos de primaria e infantil, en una veintena larga de escuelas, y he dado todas las asignaturas menos música (aunque me ha tocado preparar festivales y más de una canción y un baile he enseñado). Cuando empecé en esto, como buena veinteañera que era, creía saberlo todo. Los profesores veteranos me parecían momias, toda la que diera clase sentada me parecía una carcamal, y creía tener en mis manos la receta para motivar a los niños y niñas en cualquier asignatura y en cualquier ocasión. Me costó unos cuantos años darme cuenta de lo mucho que me quedaba por aprender, y hoy miro hacia atrás con cierta congoja y pido perdón mentalmente a mis primeros alumnos y alumnas, porque me doy cuenta de que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo (solo espero no haber hecho ningún mal irreparable). Veinte años más tarde sigo aprendiendo, sorprendida de que el camino parezca ahora tan largo como me pareció al principio. Tengo la sensación de que cada vez hay más aspectos que se me escapan, que el mundo cambia y yo no estoy al día de esos cambios. Y sé que no es sólo una sensación, sino una verdad como un castillo. El mundo ahora y el mundo hace veinte años no tienen nada que ver.

Para empezar, el alumnado es completamente diferente. Mis primeros dos años los pasé en colegios que hoy en día podrían calificarse de privilegiados, pero que entonces eran la norma. No había ni un solo alumno o alumna extranjero, y el noventa por ciento de la clase venía de familias estructuradas. Aunque eran escuelas bilingües en euskera y castellano, el idioma no suponía ningún problema porque todos y todas tenían el castellano como lengua materna y la gran mayoría llevaban inmersos en el nuevo idioma desde los tres años, e incluso los alumnos y alumnas que llegaban a mitad de curso –todos castellano-parlantes– no tardaban en hacerse con el euskera (eran muy pocos y había recursos de sobra para atenderlos). Hoy en día, en un colegio público normal, las clases son poco menos que una ONU en pequeño. El alumnado es diverso, con todo lo que esa palabra significa. Vienen de países distintos, sus lenguas maternas son distintas, sus familias no son las más estructuradas del mundo, y algunos y algunas han visto cosas que ninguna criatura de diez años debería haber visto. No hay homogeneidad, y aunque la heterogeneidad muchas veces supone riqueza, también es cierto que implica dificultad. 

Partiendo de esta base, no nos sorprende encontrarnos con carencias afectivas. La niña cuyos padres están en proceso de divorcio y la usan como moneda de cambio y amenaza no va a portarse igual que el niño que tiene una familia estructurada, ya sea monoparental o no. No hace falta tener padre, madre, hermano, hermana y perro para ser estables, pero sí hace falta poner al niño o la niña en primer plano en todo momento. Sus necesidades son primordiales, nuestros odios y pasiones tienen que esperar. ¿Debe la escuela encargarse de cubrir estas necesidades? Yo creo que sí. No me parece bien que hayamos tenido que llegar hasta este punto, no me parece bien que quede en manos de la escuela encargarnos de la estabilidad mental de una criatura, pero si sus guardianes legales o su familia cercana no son capaces de hacerlo, ¿qué pasará con esa niña o niño si la escuela no toma parte en su formación como persona? 

Lo que me lleva al último punto: la función de la escuela. Si le preguntamos a una persona mayor (mayor que yo, quiero decir, ejem) cuál es la función de la escuela, seguramente nos diga que impartir conocimientos, o enseñar a memorizar. Si le preguntamos a un padre o madre, quizás la respuesta sea distinta. Puede que vaya desde inculcar valores a enseñarles a ser funcionales en la sociedad, y algunas familias, si fueran realmente sinceras, nos dirían que la escuela es el sitio donde se deja a los niños/as mientras los padres y madres van a trabajar. La familia va delegando, y al final la escuela se encuentra con un buen paquete de pequeños grandes aspectos de los que encargarse. 

Hay mucho, mucho trabajo por delante, que tiene que venir de mano de todos y todas si queremos que el sistema educativo funcione. La sociedad siempre avanza más rápido que la escuela, que se está quedando como una antigualla comparado con los avances que se dan ahí fuera. Vamos a paso de tortuga cuando quizás deberíamos ir a zancadas, pero ni aún así llegaríamos a todo. La escuela no puede funcionar como un ente independiente. La sociedad entera debe entender mejor qué se hace y cómo para poder ayudar a los que estamos en faena. 

¿Qué más retos se te ocurren? ¿Qué objetivos te has puesto para este año en tu carrera profesional? ¿En qué aspectos te gustaría recibir más ayuda de la que recibes? Déjame un comentario con tus dudas, a ver si entre todos y todas podemos llegar a alguna conclusión.