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miércoles, 5 de octubre de 2016

¡Qué felicidad!


Siguiendo con la temática de "hoy en día cualquiera cree saber más que los profesionales", hoy toca hablar de las familias que se creen  más que nadie y que lo saben todo. Estos días tenemos las reuniones de clase en el centro y estamos viendo padres, madres, abuelos/as y guardianes en general de lo más curioso. Los hay de todos los tipos, pero los que más gracia me hacen son los hippies. Que parece que es una moda que se acabó en los setenta, pero no, todavía los hay. Algunos se disfrazan de rockeros, otros de punky, otros hasta de pijos, pero son hippies. Que no os engañen.

¿Y qué nos dicen las familias hippies? Bueno, pues esta en cuestión nos ha venido a decir que su hija tiene que venir a la escuela a ser feliz. Que no puede sentirse frustrada, que tiene que disfrutar cada hora, que la escuela tiene que fabricar niños felices. También nos ha dicho que esta es una mierda de escuela y que su hija destaca en la clase porque es de lo mejorcito que hay y el resto de los alumnos/as son una mierda, pero eso ya si tal lo dejo para otro momento, que de ese tipo tenemos varias y me sirven para hacer un post aparte. Volvamos al tema de la felicidad.

Sí, lo de que los niños tienen que ser felices en la escuela se ha puesto de moda gracias, entre otras cosas, a ese maestro cuyo nombre no quiero pronunciar que va de adalid de la infancia escribiendo libros sobre lo maravilloso que es él y lo bien que lo hace todo (pero ha salido del aula y se dedica a dar charlas y a escribir libros, no vaya a ser que alguien quiera ir a observarlo y le pille en un mal día, digo yo). Ahora resulta que llamarle la atención a un niño o a una niña u "obligarles" a hacer algo que no quieren es frustrarles, y la frustración (parece ser) es la cuna de la infelicidad. Ellos tienen que poder venir al colegio y hacer lo que les dé la santa gana, como hacen en casa, o más, y luego ya lo de aprender a pensar, aprender a aprender, los procesos de comprensión y todo eso, ya si tal, para otro rato. Esta familia en cuestión es de las que permite que la cría se quede en casa cuando a ella le apetece argumentando enfermedades fantasma que nunca trata un médico y viene cada dos por tres a hablar con la profesora sobre emociones, sentimientos y demás. Por suerte, la niña es lista y no se está resintiendo de tanta falta de asistencia, pero como os podéis imaginar sus queridos progenitores son lo más querido de la escuela. Sobre todo de la tutora.

Lo que yo me muero por decirle a este tipo de familia, y lo haría si tuviera más mano izquierda, es que LOS NIÑOS Y NIÑAS NO VIENEN A LA ESCUELA A SER FELICES, TIENEN QUE VENIR FELICES DE CASA. Más de una vez y más de dos nos ha venido un crío o cría a decirnos que no quiere ir a casa, que allí se aburre, o tiene que cuidar a sus hermanos, o tiene que aguantar broncas entre sus padres, o está solo/a y tiene que apañárselas como buenamente puede. Niños y niñas que no tienen ninguna estructura en casa (no hablo de familias monoparentales, divorciadas ni el largo etcétera a las que siempre culpamos de todo, sino de estructura, normas, una mínima disciplina) agradecen como agua de mayo que les des una coordenadas por las que moverse, unas reglas que se lean más como un manual de instrucciones que como un castigo. Hemos pasado de no poder movernos en clase, no poder hablar sin levantar la mano, no poder participar ni dar nuestra opinión, a que los profesores y profesoras tengan manos y pies atados porque en cuanto le llaman la atención a un niño o niña te viene la madre o el padre a protestar. "Mi hija ayer no fue feliz contigo". Créeme, yo ahora mismo tampoco lo soy. La vida es así, hemos nacido para sufrir (no).

El bienestar de los niños y niñas es primordial, fuera y dentro del aula. Todos los estudios demuestran que se aprende más a través de conexiones personales con los compañeros y compañeras y con el profesorado que con el libro de texto o métodos impersonales. Nunca un robot podrá sustituir el cariño que le pone un docente al explicar algo (y la mala leche tampoco, es verdad). Tenemos que buscar metodologías que fomenten la creatividad, la toma de decisiones, la autoevaluación y la autonomía, sí, pero todo dentro de un orden y una estructura. Una escuela es un reflejo en pequeño de la sociedad que nos rodea, y una de sus funciones es la de dar a nuestros niños y niñas unas normas dentro de las cuales moverse y funcionar. Ahí fuera hay leyes, y a veces no nos hacen felices, pero aprendemos a sortearlas y manejarnos dentro de ellas. ¿Más teatro, más música, más plástica? Sí, sí, sí. ¿Más proyectos, más trabajo en grupo, más tecnología? Sí, sí, sí. Pero dentro de un orden. La felicidad también se obtiene por haber conseguido un reto, por haber logrado mejorar y alcanzado un objetivo. Debemos ponernos de acuerdo, escuela y familias, para entender qué es lo que realmente hace feliz a nuestros niños y niñas, porque sin esa unión el trabajo de ambos es inútil. Y bastante ocupadas/os estamos ya para andarnos con tonterías.

viernes, 30 de septiembre de 2016

Modas que vienen y van; como las olas, como los deberes


El curso nuevo ha empezado y todas nos hemos enterado (permitidme la rima tonta, no he podido resistirme), pero algunas hemos estado tan liadas que no hemos podido dar a este espacio la atención que merece y aquí me tenéis, a treinta de septiembre, diciéndoos que he vuelto a trabajar hace un mes y que ya necesito vacaciones (no me apedreéis, haced el favor). Como todos los años por estas fechas, un montón de expertos que nunca han pisado un aula ni han leído un libro de pedagogía andan removiendo las esquinas, que diría un vasco, con nuevas quejas y exigencias que a veces tienen sentido y otras muchas, no. Le tocó el turno a la educación emocional (todavía andamos a vueltas con ello, pero ya menos), a las inteligencias múltiples, a la educación centrada en el alumno/a. Este año los "expertos" en educación la han tomado con los deberes. Como si esto fuera nuevo y nadie hubiera pensado en ello antes, ahora lo "cool" es decir que los deberes no molan, que los deberes caca.

Será que yo soy muy vieja, o que fui a una escuela muy moderna, o que, quizás, esto de la educación sufre de modas, como todo lo demás, pero yo no tenía deberes cuando estudiaba EGB. Es cierto que fui a una escuela privada, una cooperativa de padres, para más señas (aunque yo no lo supe hasta que me tocó hacer las prácticas de magisterio en la escuela y empezaron a hablar de que "ahora que somos una escuela pública"... Yo, defensora a muerte de la educación pública, me voy a enterar de que soy hija de la privada a los 18), pero creo que mi escuela no era ni más ni menos pija o moderna que las que me rodeaban. Por aquel entonces, la moda era no mandar deberes a casa más allá de terminar lo que no nos daba tiempo a terminar en clase. Yo, que era muy currante, nunca llevaba nada a casa, y mi madre echaba pestes por la boca porque le parecía que estaba perdiendo el tiempo, que con las capacidades que yo tenía podía adelantar trabajo en casa. La andereño (léase "seño") dejó caer en una reunión con ellos que tenía ciertos problemas con las matemáticas, y todavía recuerdo el cuaderno tamaño DIN A4 que mi padre rellenó con multiplicaciones y divisiones (pesadillas tengo aún, os lo juro). Aparte de eso, mi madre me obligaba a contarle lo que había hecho en clase y repasar la tarea de sociales con ella, leía todos los días, veía programas infantiles en la tele (y no el Sálvame ni el Gran Hermano que la chiquillería ve hoy en día) y tenía como cuatro o cinco cuadernos llenos de cuentos, porque ya entonces me encantaba escribir. Mi hermano, cinco años menor que yo, ya trajo deberes a casa. ¿Qué cambió, la filosofía de la escuela? No: las familias pidieron deberes. Tenían la sensación de que perdíamos el tiempo, igual que mi madre.

Volvamos al presente. Víspera de un puente cualquiera, salen los niños y niñas del colegio. La madre recoge al churumbel en la puerta de la escuela y le pregunta qué tiene para hacer el fin de semana. "Solo nos han dado una hoja de ejercicios", contesta el chaval. "¿Solo eso para cuatro días? ¿Y qué vas a hacer todo el fin de semana?" Ganas me dieron de meterme por medio y decirle a la señora que lo sacara a jugar al parque, o fueran a un museo, o al parque de Salburua a ver los ciervos. La cosa es que no hay manera de acertar: a veces por poco, otras por demasiado.

Veinte años llevo yo en esto y he pasado de un extremo a otro. He sido de las de poner deberes hasta hartar, hasta que me di cuenta de que los deberes hay que corregirlos o si no, no valen para nada. Ningún padre se quejó cuando hacía esto, y menos aún mis alumnos y alumnas, pero ahora echo la vista atrás y me doy cuenta de lo bruta que era. Yo no me llevo trabajo a casa el fin de semana, a no ser que se llame trabajo a buscar alguna manualidad que hacer en Pinterest. ¿Por qué, entonces, no voy a dejar que disfruten de su tiempo libre las fierecillas? ¿De verdad es necesario hacerles repasar todos los días festivos? Hay estudios que prueban que la mente necesita un descanso para hacer conexiones; la gente tiene tendencia a resolver mejor un problema después de echar una cabezada, por ejemplo, y dicen que lo mejor cuando algo te obsesiona y no te sale es dejar de pensar en ello. Pero a nuestros alumnos y alumnas les mandamos sumas, restas, ejercicios de comprensión lectora, gramática inglesa... sin fijarnos siquiera en que, normalmente, quien hace bien los deberes es quien no necesita repaso, y aquel o aquella que los trae sin hacer o mal hechos no tiene ayuda en casa y no puede hacerlo solo/a. No necesita deberes, necesita una persona que le ayude.

Lo que no quita para que, de vez en cuando y con razones pedagógicas que me respaldan, mande alguna cosilla para hacer en casa. Las redacciones, por ejemplo, se hacen mejor en soledad. Después de trabajarlas en clase, de dar varios ejemplos, de hacer una juntos, es hora de que cada alumno/a trabaje en su casa con todo el tiempo del mundo y todos los apoyos a su disposición. "Llevaos el libro, usad diccionario, preguntad en casa, haced lo que podáis". Pero tomaos vuestro tiempo y no tengáis la presión del compañero/a listillo/a de clase que termina en cinco minutos y todo lo hace bien y te hace sentir gilipollas. O los ruidos, las distracciones, ese que prefiere jugar con las pinturas a hacer lo que le han mandado, la megafonía o los ruidos de la clase de al lado. A veces las cosas se hacen mejor en casa, sí. Y a veces los niños y niñas necesitan repasar. A veces viene bien trabajar un poco más, ya sea leyéndolo en el libro o yendo al museo de ciencias, porque en cinco horas al día que están en la escuela no podemos hacer milagros. Y a veces, sí, a veces, nos pasamos. Y otras nos dicen que nos quedamos cortos.

Conclusión: los deberes no son malos de por sí, y tampoco son buenos porque sí. Hay que buscar el término medio, conocer al alumnado y, quizás, individualizar la tarea. Pero las familias harían bien en no quitar autoridad a los maestros y, si los deberes suponen un problema, hablar con la escuela directamente y tener una charla la mar de educativa para ambas partes. De verdad os digo que tener hijos/as no os convierte en pedagogos, por más que, estoy segura, seáis padres/madres maravillosos/as. Y creedme: no hay cosa más tediosa que corregir deberes. Quien los manda lo hace convencido/a de que son por su bien. Nadie es tan masoca.

lunes, 22 de febrero de 2016

Nuevos retos


En septiembre de este año hará veinte años que terminé la carrera de magisterio. Teniendo en cuenta que me puse a trabajar inmediatamente, eso significa que llevo la friolera de dos décadas dando clase, aparte de los pinitos que hice en clases particulares o en mis (desastrosos) intentos de ser profesora de cerámica. En toda mi vida laboral no he hecho otra cosa que dar clase; he trabajado en dos países distintos, en tres idiomas diferentes, en todos los cursos de primaria e infantil, en una veintena larga de escuelas, y he dado todas las asignaturas menos música (aunque me ha tocado preparar festivales y más de una canción y un baile he enseñado). Cuando empecé en esto, como buena veinteañera que era, creía saberlo todo. Los profesores veteranos me parecían momias, toda la que diera clase sentada me parecía una carcamal, y creía tener en mis manos la receta para motivar a los niños y niñas en cualquier asignatura y en cualquier ocasión. Me costó unos cuantos años darme cuenta de lo mucho que me quedaba por aprender, y hoy miro hacia atrás con cierta congoja y pido perdón mentalmente a mis primeros alumnos y alumnas, porque me doy cuenta de que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo (solo espero no haber hecho ningún mal irreparable). Veinte años más tarde sigo aprendiendo, sorprendida de que el camino parezca ahora tan largo como me pareció al principio. Tengo la sensación de que cada vez hay más aspectos que se me escapan, que el mundo cambia y yo no estoy al día de esos cambios. Y sé que no es sólo una sensación, sino una verdad como un castillo. El mundo ahora y el mundo hace veinte años no tienen nada que ver.

Para empezar, el alumnado es completamente diferente. Mis primeros dos años los pasé en colegios que hoy en día podrían calificarse de privilegiados, pero que entonces eran la norma. No había ni un solo alumno o alumna extranjero, y el noventa por ciento de la clase venía de familias estructuradas. Aunque eran escuelas bilingües en euskera y castellano, el idioma no suponía ningún problema porque todos y todas tenían el castellano como lengua materna y la gran mayoría llevaban inmersos en el nuevo idioma desde los tres años, e incluso los alumnos y alumnas que llegaban a mitad de curso –todos castellano-parlantes– no tardaban en hacerse con el euskera (eran muy pocos y había recursos de sobra para atenderlos). Hoy en día, en un colegio público normal, las clases son poco menos que una ONU en pequeño. El alumnado es diverso, con todo lo que esa palabra significa. Vienen de países distintos, sus lenguas maternas son distintas, sus familias no son las más estructuradas del mundo, y algunos y algunas han visto cosas que ninguna criatura de diez años debería haber visto. No hay homogeneidad, y aunque la heterogeneidad muchas veces supone riqueza, también es cierto que implica dificultad. 

Partiendo de esta base, no nos sorprende encontrarnos con carencias afectivas. La niña cuyos padres están en proceso de divorcio y la usan como moneda de cambio y amenaza no va a portarse igual que el niño que tiene una familia estructurada, ya sea monoparental o no. No hace falta tener padre, madre, hermano, hermana y perro para ser estables, pero sí hace falta poner al niño o la niña en primer plano en todo momento. Sus necesidades son primordiales, nuestros odios y pasiones tienen que esperar. ¿Debe la escuela encargarse de cubrir estas necesidades? Yo creo que sí. No me parece bien que hayamos tenido que llegar hasta este punto, no me parece bien que quede en manos de la escuela encargarnos de la estabilidad mental de una criatura, pero si sus guardianes legales o su familia cercana no son capaces de hacerlo, ¿qué pasará con esa niña o niño si la escuela no toma parte en su formación como persona? 

Lo que me lleva al último punto: la función de la escuela. Si le preguntamos a una persona mayor (mayor que yo, quiero decir, ejem) cuál es la función de la escuela, seguramente nos diga que impartir conocimientos, o enseñar a memorizar. Si le preguntamos a un padre o madre, quizás la respuesta sea distinta. Puede que vaya desde inculcar valores a enseñarles a ser funcionales en la sociedad, y algunas familias, si fueran realmente sinceras, nos dirían que la escuela es el sitio donde se deja a los niños/as mientras los padres y madres van a trabajar. La familia va delegando, y al final la escuela se encuentra con un buen paquete de pequeños grandes aspectos de los que encargarse. 

Hay mucho, mucho trabajo por delante, que tiene que venir de mano de todos y todas si queremos que el sistema educativo funcione. La sociedad siempre avanza más rápido que la escuela, que se está quedando como una antigualla comparado con los avances que se dan ahí fuera. Vamos a paso de tortuga cuando quizás deberíamos ir a zancadas, pero ni aún así llegaríamos a todo. La escuela no puede funcionar como un ente independiente. La sociedad entera debe entender mejor qué se hace y cómo para poder ayudar a los que estamos en faena. 

¿Qué más retos se te ocurren? ¿Qué objetivos te has puesto para este año en tu carrera profesional? ¿En qué aspectos te gustaría recibir más ayuda de la que recibes? Déjame un comentario con tus dudas, a ver si entre todos y todas podemos llegar a alguna conclusión.