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lunes, 21 de marzo de 2016

Evaluar: cómo, cuándo y por qué

Que la evaluación es parte del proceso educativo está más que claro. Dudo que haya algún docente, director/a o ministro/a de educación, aquí o en cualquier otro país, que defienda la idea de dejar la evaluación de lado y dar clase sin importar los resultados. El problema llega cuando nos planteamos la evaluación como un juicio o una forma de comparar a nuestros alumnos y alumnas, o cuando utilizamos exámenes escritos de dudosa valía para poner notas que, aunque en la mayoría de los casos (en primaria) no van a tener ninguna repercusión administrativa, sí van a afectar a la autoestima e incluso el rendimiento del objeto de evaluación, o sea, el niño o niña.

Con la última reforma educativa (me estoy refiriendo a la LOE, no la LOMCE), se introdujo en educación el concepto de "competencias". Ya no importa tanto el aprendizaje memorístico, sino que lo que nos es realmente válido es el proceso por el que el alumno o alumna llega al aprendizaje. Hablamos, por ejemplo, de la competencia lingüística, que es fundamental para comprender un texto o ser capaz de expresarse y que afecta a más áreas aparte de las lenguas (conocimiento del medio, por ejemplo); la competencia digital, que es aplicable a todas las asignaturas, y no tiene sentido medirla o evaluarla con un examen tipo test; la competencia matemática, que se desarrolla sobre todo en el área de matemáticas pero va más allá. Ahora ya no es cuestión de aprenderse la lección, sino de "saber hacer". ¿Por qué, entonces, seguimos poniéndoles papel y lápiz delante y pidiéndoles que rellenen un examen de respuestas múltiples? ¿No sería mucho más eficaz darles un problema (una especie de gincana académica) y ver cómo lo resuelven? ¿Por qué seguimos trabajando por áreas cuando sabemos que todo el conocimiento está unificado? (Sé que esto último no está ni estará nunca en manos del profesorado de la pública, pero es una reflexión que me llevo haciendo desde hace tiempo.)

Hace dos semanas tuve el placer de asistir a una sesión sobre evaluación que organizó el Berritzegune de Vitoria con Neus Figueras, una experta en el tema. Algunas de las cosas que dijo son cosas que todos conocemos, como que la clase de inglés tiene que tener un enfoque comunicativo, y por tanto su evaluación también; pero cuando llegó el momento de hablar de cómo evaluar, por ejemplo, el lenguaje oral, muchas bajamos la vista. Nos puso como ejemplo algo que yo he hecho este año, y me ha servido poco menos que para nada: se le da un dibujo o una foto al alumno/a y se le pide que lo describa. Supuestamente, la foto o dibujo en cuestión es idónea para evaluar el lenguaje que hemos trabajado en clase. Yo lo hice con "there are / there is": There are two men painting; there is a girl reading;... Neus nos lo dijo claramente: esto no es lenguaje comunicativo. No está transmitiendo una información al oyente (¿hay oyente?, porque no sé hasta qué punto el profesor es oyente, es solo evaluador), no se está usando todo el lenguaje que saben, no hay objetivo más allá de aprobar. Cuánto mejor sería crear un teatro, o un juego de rol, o una presentación, que es lo que he hecho este último trimestre y me ha dado resultados fantásticos.

Es fácil encontrar en la red ejemplos de escuelas que han dejado de lado los exámenes y han comenzado a evaluar a sus alumnos y alumnas de otras formas, ya sea por proyectos o por trabajos en grupos. Los que han llevado a cabo estos "experimentos" defienden que los resultados académicos no solo se han mantenido, sino que en muchos casos han mejorado comparados a los que se daban con los exámenes tradicionales. ¿Por qué, entonces, no lo hacemos todos y todas? ¿Por qué seguimos haciéndoles estudiar para el examen, por qué tienen que prepararse la lección? La respuesta es sencilla: porque es muy fácil. El libro de texto trae consigo los exámenes, solo tenemos que fotocopiarlos y seguir la guía para corregirlos. No hay que pensar, no hay que preparar nada nuevo. Pero a veces esos exámenes no están bien planteados, o no sirven para nuestra clase. Debemos modelarlos a nuestras necesidades, a nuestra metodología. Hablo del área de inglés porque es mi mundo, pero la verdad es que esta reflexión vale para cualquier otra área. En lugar de hacer un examen de historia, ¿no sería mejor hacer un power point sobre todo lo aprendido? ¿Cuántas competencias estaríamos trabajando de esa forma? En la era en la que todo el conocimiento está a un clic, ¿de qué sirve aprenderse la lista de los reyes godos?

Muchas vueltas que dar, mucho que reflexionar. La escuela avanza lentamente, pero avanza; espero que las nuevas generaciones vengan con ganas de remover conciencias y cambiar modas que ya no tienen sentido. Tiempo al tiempo.

lunes, 22 de febrero de 2016

Nuevos retos


En septiembre de este año hará veinte años que terminé la carrera de magisterio. Teniendo en cuenta que me puse a trabajar inmediatamente, eso significa que llevo la friolera de dos décadas dando clase, aparte de los pinitos que hice en clases particulares o en mis (desastrosos) intentos de ser profesora de cerámica. En toda mi vida laboral no he hecho otra cosa que dar clase; he trabajado en dos países distintos, en tres idiomas diferentes, en todos los cursos de primaria e infantil, en una veintena larga de escuelas, y he dado todas las asignaturas menos música (aunque me ha tocado preparar festivales y más de una canción y un baile he enseñado). Cuando empecé en esto, como buena veinteañera que era, creía saberlo todo. Los profesores veteranos me parecían momias, toda la que diera clase sentada me parecía una carcamal, y creía tener en mis manos la receta para motivar a los niños y niñas en cualquier asignatura y en cualquier ocasión. Me costó unos cuantos años darme cuenta de lo mucho que me quedaba por aprender, y hoy miro hacia atrás con cierta congoja y pido perdón mentalmente a mis primeros alumnos y alumnas, porque me doy cuenta de que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo (solo espero no haber hecho ningún mal irreparable). Veinte años más tarde sigo aprendiendo, sorprendida de que el camino parezca ahora tan largo como me pareció al principio. Tengo la sensación de que cada vez hay más aspectos que se me escapan, que el mundo cambia y yo no estoy al día de esos cambios. Y sé que no es sólo una sensación, sino una verdad como un castillo. El mundo ahora y el mundo hace veinte años no tienen nada que ver.

Para empezar, el alumnado es completamente diferente. Mis primeros dos años los pasé en colegios que hoy en día podrían calificarse de privilegiados, pero que entonces eran la norma. No había ni un solo alumno o alumna extranjero, y el noventa por ciento de la clase venía de familias estructuradas. Aunque eran escuelas bilingües en euskera y castellano, el idioma no suponía ningún problema porque todos y todas tenían el castellano como lengua materna y la gran mayoría llevaban inmersos en el nuevo idioma desde los tres años, e incluso los alumnos y alumnas que llegaban a mitad de curso –todos castellano-parlantes– no tardaban en hacerse con el euskera (eran muy pocos y había recursos de sobra para atenderlos). Hoy en día, en un colegio público normal, las clases son poco menos que una ONU en pequeño. El alumnado es diverso, con todo lo que esa palabra significa. Vienen de países distintos, sus lenguas maternas son distintas, sus familias no son las más estructuradas del mundo, y algunos y algunas han visto cosas que ninguna criatura de diez años debería haber visto. No hay homogeneidad, y aunque la heterogeneidad muchas veces supone riqueza, también es cierto que implica dificultad. 

Partiendo de esta base, no nos sorprende encontrarnos con carencias afectivas. La niña cuyos padres están en proceso de divorcio y la usan como moneda de cambio y amenaza no va a portarse igual que el niño que tiene una familia estructurada, ya sea monoparental o no. No hace falta tener padre, madre, hermano, hermana y perro para ser estables, pero sí hace falta poner al niño o la niña en primer plano en todo momento. Sus necesidades son primordiales, nuestros odios y pasiones tienen que esperar. ¿Debe la escuela encargarse de cubrir estas necesidades? Yo creo que sí. No me parece bien que hayamos tenido que llegar hasta este punto, no me parece bien que quede en manos de la escuela encargarnos de la estabilidad mental de una criatura, pero si sus guardianes legales o su familia cercana no son capaces de hacerlo, ¿qué pasará con esa niña o niño si la escuela no toma parte en su formación como persona? 

Lo que me lleva al último punto: la función de la escuela. Si le preguntamos a una persona mayor (mayor que yo, quiero decir, ejem) cuál es la función de la escuela, seguramente nos diga que impartir conocimientos, o enseñar a memorizar. Si le preguntamos a un padre o madre, quizás la respuesta sea distinta. Puede que vaya desde inculcar valores a enseñarles a ser funcionales en la sociedad, y algunas familias, si fueran realmente sinceras, nos dirían que la escuela es el sitio donde se deja a los niños/as mientras los padres y madres van a trabajar. La familia va delegando, y al final la escuela se encuentra con un buen paquete de pequeños grandes aspectos de los que encargarse. 

Hay mucho, mucho trabajo por delante, que tiene que venir de mano de todos y todas si queremos que el sistema educativo funcione. La sociedad siempre avanza más rápido que la escuela, que se está quedando como una antigualla comparado con los avances que se dan ahí fuera. Vamos a paso de tortuga cuando quizás deberíamos ir a zancadas, pero ni aún así llegaríamos a todo. La escuela no puede funcionar como un ente independiente. La sociedad entera debe entender mejor qué se hace y cómo para poder ayudar a los que estamos en faena. 

¿Qué más retos se te ocurren? ¿Qué objetivos te has puesto para este año en tu carrera profesional? ¿En qué aspectos te gustaría recibir más ayuda de la que recibes? Déjame un comentario con tus dudas, a ver si entre todos y todas podemos llegar a alguna conclusión. 

lunes, 16 de marzo de 2015

De cuando asaltan las dudas, o cómo no ser experta en nada.


Me da un poco de vértigo, pero si cuento los años que llevo como profesora llego casi a una cifra redonda, dieciocho añitos ni más ni menos. Fui de las afortunadas que empezó a trabajar nada más terminar la carrera, y entre que tuve un poco de suerte y me busqué las habichuelas hasta en el extranjero no he dejado de ser maestra ni un solo año de mi vida. Yo sería inútil en una isla desierta, porque lo único que sé hacer es enseñar. Ni hacer bikinis con lianas, ni balsas con troncos. Habría muerto en el primer episodio de "Perdidos".

Y aún así, todavía tengo la sensación de que no sé nada. Hoy mismo, dando clase a los de tercero, me he visto en el brete de tener que enganchar a un alumno que se aburría en clase y no he sido capaz. Sé que cuando un alumno se aburre la culpa es mía, porque los niños y las niñas tienen una curiosidad innata que les obliga a aprender de cada experiencia. Lo mismo con los que saben mucho (este año tengo alumnos nativos), ¿cómo hago para que no den la hora por perdida? Y al resto de la clase, ¿les estoy dando el input necesario? ¿Soy clara, me entienden, les interesa lo que digo? ¿Cómo hacer para que ellos y ellas hablen? ¿Qué hago con esa clase donde más de la mitad del alumnado no llega a los mínimos requeridos en el curso? ¿Y cómo engancho a esos niños y niñas de infantil a los que el inglés se la trae al pairo?

Preguntas, preguntas, preguntas. A algunas me contesto con rapidez. Los y las alumnas nativas que tengo este año necesitan material extra, algún proyecto, algo que puedan hacer con un grupo de altas capacidades para enganchar a esos tres o cuatro alumnos y alumnas que están a punto de volar pero necesitan ayuda extra. Al chaval que no puede centrar la atención en clase debo ponerlo a trabajar en grupo, darle alguna tarea sobre los temas que le interesan. Son respuestas fáciles. Y entonces viene lo de siempre: ¿de dónde saco esos recursos? ¿De dónde saco tiempo para prepararlo? ¿Cómo puedo individualizar mis prácticas cuando tengo ocho clases distintas y más de cien alumnos y alumnas que necesitan mi atención? Tiempo, bendito tiempo. Y dinero. Y recursos. Y una clase física de inglés que mute con cada una de mis necesidades.

De momento he empezado por apuntar todas las preguntas que se me ocurren en un cuaderno, junto con sus respuestas (si se me ocurren, y si no, buen tema para un post y que me echéis un cable). Veré si puedo ir dando salida a cada uno de los problemas, o al menos a un puñado. Quizás el cuaderno me ayude a atacar cada cuestión de una en una, en vez de agobiarme con todo lo que hago mal o a lo que no consigo llegar. Quizás lo deje en la segunda página, harta ya de tantas dudas. Hoy, para empezar, ya tengo las dos horas de exclusiva ocupadas con lo que he escrito en el cuadernillo de marras.

Veremos.

domingo, 1 de febrero de 2015

Por qué no me gustan los libros de texto

No me gustan los libros de texto. Soy de esas profesoras que se siente atada de pies y manos cuando se enfrenta a un curso en el que manda la editorial de turno, y no mi instinto. No es algo nuevo, pero es un gusto (o disgusto, que dirían los que traducen literalmente del inglés) que he ido adquiriendo con el paso de los años y la experiencia. Debo dejar claro que no tiene nada que ver con la calidad de los libros y sí con mi metodología personal; las editoriales han hecho una labor excelente y los libros de ahora poco tienen que ver con aquellos libros de mi infancia donde solo había ejercicios y gramática a palo seco . Para que veáis que mis preferencias son razonadas, he aquí una lista de ventajas que ofrecen los libros de texto sobre, por ejemplo, el trabajo por proyectos. 

Está todo hecho: Con un libro de texto puedes llegar a clase a primera hora de la mañana y decir “¿qué vamos a hacer hoy?” cinco minutos antes de que entren tus alumnos y alumnas en clase. Página cuarenta y tres, ejercicio cinco, y luego un “listening”. Listo. 
El curriculum está estructurado: No te hace falta pensar en qué tienes que dar en cada curso, porque el libro lo hace por ti. El vocabulario, la gramática, el tipo de escritos que tienes que ir metiendo en cada curso… Todo. Claro que lo que ven en primero no lo vuelven a ver en toda la etapa y se da por sabido, pero esa es otra historia.
Da seguridad: Bien unido a lo anterior, muchas profesoras y profesores basan (basamos) el desarrollo del curso en cómo van en el libro. “Estoy por el tema tres y todavía no ha terminado el trimestre, voy bien”, sin pensar en qué has dado en esos tres temas o cómo lo has dado. Pero es verdad que si consigues terminar el libro ese año, en teoría el alumnado tendrá el nivel que se requiere para el curso. Siempre y cuando el alumnado haya adquirido los conocimientos, claro.
Trabaja las cuatro destrezas: Los libros de texto suelen estar bastante equilibrados en cuanto a las cuatro destrezas (lectura, escritura, comprensión oral y producción oral). Si lo preparas por tu cuenta, corres el riesgo de cojear de alguna de ellas. 
Para el profesorado nuevo, es un salvavidas: Cuando no tienes experiencia en clase o no conoces a tu alumnado, el libro es una tabla de salvación. Te dice todo lo que tienes que saber y enseñar, no te hace falta reinventar la rueda cada vez que entras en clase. Si eres un profesor o profesora novel, te recomiendo usar libro de texto en clase en tus primeros años, hasta que tengas seguridad suficiente y conozcas a tu alumnado

Pero cuando llevas unos años dando clase y, sobre todo, cuando tienes estabilidad en un centro y sabes que vas a ser tú quien saque el proyecto adelante, las supuestas ventajas se convierten en pegas. Me explico:

Está todo hecho: Lo que significa que no puedes meter nada nuevo. Los libros de texto suelen estar programados para las horas de inglés que tengas en cada ciclo, con lo que no te queda tiempo material para añadir nada. Puedes, por supuesto, saltarte una lección y hacerla como a ti te dé la gana, o arriesgarte a no terminar el libro y dejar los dos últimos temas sin dar. Pero las familias han comprado un libro que tú has recomendado, bajo la promesa de que lo ibas a usar en clase. ¿Con qué cara les dices que no has dado un tercio del libro porque no te gusta como está expuesto? Ahora, con el programa de libro solidario (al menos en Euskadi), ese problema se reduce porque las familias no tienen que comprar el libro, que ya es algo.
Por otro lado, cuando el libro te lo da todo hecho es difícil no perder la perspectiva y terminar diciendo “estamos en el tema cuatro” en lugar de “estamos dando el tema de las compras en el supermercado”, con lo que pierdes la noción de lo que de verdad es el inglés: una herramienta de comunicación. 
El curriculum está estructurado… según el criterio de la editorial: ¿En qué lugar del curriculum pone que haya que enseñar la familia en primero? Si vives en un mundo urbano, ¿cómo de cercanos son los animales de granja para tu alumnado? ¿No sería mejor, por ejemplo, hablar de la ciudad y de los supermercados? Tú conoces a tus niños y niñas mejor que nadie, tú eres quien debe decidir qué contenidos dar en cada curso. La experiencia te dirá qué les interesa y cómo puedes motivar mejor a tus alumnos y alumnas. 
Aburre: No hay libro de texto que motive tanto como un proyecto bien enfocado. ¿Ejercicios sobre cómo hacer el pasado en inglés o leer y producir información sobre el antiguo Egipto, el imperio romano, la Edad Media? No hay color. Guarda los ejercicios para uno de esos días raros en los que ni ellos ni tú tenéis ganas de trabajar a tope. 
Trabaja las cuatro destrezas… pero se deja mucha oralidad: Los libros de texto están hechos para que hable la profesora o el profesor. Rara vez trabajan en grupo, rara vez tienen la oportunidad de contar sus experiencias. Aprovecha los “listening” del libro de texto (que suelen ser estupendos), pero hazles hablar a ellos y ellas. Que imiten el modelo. Te sorprenderán. 
No tiene lenguaje real: Todo lo que aparece en el libro de texto está hecho para alumnado extranjero aprendiendo el idioma. No es real, y en el mundo en el que hoy vivimos, donde nuestros alumnos y alumnas viajan mucho más de lo que viajábamos nosotras a su edad, necesitan ejemplos reales que se vayan a encontrar ahí fuera. La mayoría de la gente no habla como en los listenings, y los textos de ahí fuera se ven el equivalente a nuestro “apagao” o “terminao”, a lo que no están acostumbrados en el libro.

Pero mi motivo principal para huir del libro de texto es que me aburro soberanamente cuando llevo más de un año dando lo mismo. En teoría, los libros se cambian cada cuatro años, lo que me parece fantástico para las economías de las familias por lo de aprovechar los libros del mayor para el pequeño, pero es una verdadera tortura para el profesorado. Y si yo me aburro, mis alumnos y alumnas se aburren. Todo va unido. 

¿Cómo lo ves tú? ¿Estás de acuerdo con mi desprecio a los libros de texto o eres de las que consigue hacer amena una clase con cuatro ejercicios de rellenar los huecos? Este año me temo que me ha tocado libro de texto en todos los cursos y estoy abierta a todas las grandes ideas que tengáis. ¡Compartid, por favor!

martes, 27 de enero de 2015

Mi filosofía de la educación

Creo que es justo, antes de invitarte a seguir este blog, que te explique cuál es mi filosofía de la educación. No es tarea fácil, porque nadie me ha pedido nunca que lo haga y a veces me cuesta identificarla incluso a mí misma, pero voy a hacer un intento por definirla. Permite que me llene de contradicciones. 

 1. Mi filosofía es cambiante
Mi forma de ver la educación hoy en día no tiene nada que ver a cómo la veía hace unos años. Yo era otra persona, con otras experiencias, otra edad, otra visión de la vida. Mis alumnos tampoco eran los mismos que tengo ahora; no solo porque al principio de mi carrera como profesora me fui a trabajar al extranjero y poco tenía que ver un alumnado con otro, sino porque los tiempos cambian y las generaciones también. Una niña de seis años hace quince años y una niña de seis años de ahora no tienen las mismas inquietudes ni los mismos entornos, y eso hay que tenerlo en cuenta. Dentro de diez años, mi alumnado será distinto y yo seré otra persona. 
Dicho lo cual, yo veo la educación como una herramienta para hacer seres pensantes, más que como un trasvase de información. Hoy en día todos los datos que necesitamos están al alcance de un clic, y de nada sirve obligar a los chavales y chavalas a aprenderse la longitud del río Tajo cuando el móvil tiene la respuesta. Con esto no quiero decir que no haya que aprender geografía o historia, o la importancia de saberse de carrerilla la tabla del ocho. Pero hay que enseñarles a aplicar esos conocimientos, a distinguir entre opinión y dato científico, a ser críticos con los millones de gigas de información que tienen al alcance de sus dedos. De nada me sirve que se sepan el verbo “to be” si luego no saben pedir una hamburguesa en un McDonalds de Londres. Porque yo no fui a un país extranjero hasta los veintitrés, pero muchos de mis alumnos han estado ya en Inglaterra y necesitan de esas herramientas. 

2. Es flexible
La enseñanza tiene que adaptarse al alumnado, no al revés. Vivimos tiempos en los que las ciudades se nos han llenado de gente de otras partes del mundo, y ya todas las escuelas (al menos las públicas) saben lo que es tener niños y niñas que no hablan el idioma de instrucción de la escuela. No podemos mantener la misma metodología con alumnado nativo y con alumnado extranjero. No podemos juzgar con el mismo rasero a aquel que lo tiene todo a favor (familia estable, situación económica segura, capacidad intelectual media-alta) y aquel que tiene que hacer un esfuerzo para venir a la escuela porque la educación es lo último que se valora en casa. Nuestra materia prima son los niños y las niñas, y mi enseñanza debe ir dirigida a que ellos y ellas adquieran de mí la mayor cantidad de herramientas posibles para salir adelante en esta sociedad. 

3. Es amena
La enseñanza tiene que ser amena. Hace no mucho, una profesional del gremio vino a nuestro centro a decirnos que los niños y niñas de infantil también tienen que aprender a aburrirse. Puede que tenga razón, pero no creo que la escuela deba ser ese lugar. La escuela debe ser un lugar que provoque, que despierte la imaginación, que haga pensar, que divierta (teniendo siempre en cuenta que no es un circo; también se viene a trabajar). Considero una lección fracasada aquella en la que siento que mis alumnos y alumnas se están aburriendo. Hasta la gramática inglesa puede ser entretenida si se enfoca de la manera adecuada. 

4. Es feminista
Yo soy feminista, por lo tanto mi filosofía de la educación es feminista. Os habréis dado cuenta por el uso repetido de alumnos y alumnas, niños y niñas, maestros y maestras, pero por si no os habíais fijado, os lo repito: soy feminista. En mi clase todos y todas somos iguales, no permito que se encasille a nadie en un rol determinado. Las niñas no tienen por qué ser princesas y los niños pueden llorar cuando quieran. La escuela es el lugar adecuado para trabajar los roles de género y convertir nuestra sociedad en un lugar más justo y más abierto. La violencia de género, la homosexualidad, la sexualidad… Son temas que quizás deberían trabajarse en casa, pero como no se hace tiene que encargarse la escuela. 

5. Es laica
La religión no tiene cabida en el aula. Las cruces y velos deberían quedarse fuera, en casa y en la calle, nunca en clase. Trabajo con niños y niñas de distintas religiones y hemos conseguido vivir en armonía gracias a dejar los rezos en la puerta. Valores cívicos y ética, todo lo que se quiera. La religión, fuera. 

6. Es moderna
Si alguien del siglo diecinueve levantara la cabeza, se perdería en nuestras ciudades, se horrorizaría con los coches, no entendería el complejo entramado que es Internet. El concepto de volar de un lado para otro, el teléfono, la televisión, no digamos ya los móviles… Todo sería nuevo para esa persona. Pero en cuanto pusiera un pie en una escuela se daría cuenta de dónde está, porque seguimos con el mismo modelo educativo que se inventó con la revolución industrial. Pupitres encarando pizarras (por más que ahora sean digitales), un profesor o profesora dando la lección, silencio mientras la persona adulta habla… Seguimos con patrones que deberían haberse quedado obsoletos hace años, y nos cuesta cambiar. A pesar de todos los avances de la tecnología, en clase seguimos usando papel y lápiz y el ordenador muy de vez en cuando. Estamos en la era digital y necesitamos hacer de nuestros niños y niñas seres alfabetizados en nuevas tecnologías. No digo que el papel y el boli no tengan su lugar, pero igual que dejamos el papiro por el papel poco a poco tendremos que admitir que las nuevas tecnologías requieren su espacio.

Así, a grandes rasgos, veo yo la educación. El noventa por ciento del tiempo soy coherente con lo que pienso y actúo en consecuencia; el otro diez por ciento es viernes y estoy demasiado cansada para seguir mis instintos. Si te gusta lo que has leído, si tú también piensas así, puede que este blog sea para ti. Si eres más de tiza y silencio en el aula mientras hacen los diez ejercicios que les has pasado en la fotocopia, quizás emplees mejor tu tiempo leyendo los clasificados del periódico. 

A los y las que se quedan, bienvenidos y bienvenidas. Por favor, participad en los comentarios, y si no estáis de acuerdo, hacédmelo saber. A diferencia del profesorado de toda la vida, yo soy muy consciente de que me equivoco a menudo. Y prefiero que me lo hagan saber.